“El romance de la certeza y la duda”
Hay amores que nacen en trincheras, otros en las esquinas más distraídas de la rutina.
El de la certeza y la duda fue un poco de ambos. Ella, la certeza, caminaba firme, con los pasos bien contados, como quien ya conoce el mapa antes de emprender el viaje. Él, la duda, se movía con la torpeza encantadora de los que preguntan demasiado, de los que sospechan incluso de los abrazos.
Se conocieron en un cruce de caminos:
Ella afirmaba que el amor era para siempre; él preguntaba “¿y si no?”. Ella ofrecía definiciones, él respondía con signos de interrogación. Pero en lugar de pelear, se encontraron. Porque incluso la certeza, a veces, se cansa de saberse tanto. Y hasta la duda, en las madrugadas más solas, quiere dormir con algo de fe.
Empezaron un romance inusual.
Ella le enseñó a confiar en las cosas pequeñas: una taza de café compartida, el silencio sin tensión, una mirada sin motivo. Él le enseñó a sospechar de las promesas grandilocuentes y a disfrutar del temblor antes del salto. Se amaron así, a su manera: con días de “sí, claro” y noches de “tal vez no”.
Cuando discutían, eran terremoto y después calma.
Ella acusaba: “tú nunca estás seguro de nada”, y él replicaba: “es que tú nunca dudas de nada, y eso también es peligroso”. Pero luego se reconciliaban en una palabra, en un gesto torpe, en un poema sin rima.
Porque había en su unión algo más hondo que el acuerdo:
Había respeto. La certeza admiraba la forma en que la duda se reinventaba cada mañana. Y la duda, aunque nunca lo decía, encontraba en ella un refugio al que siempre quería volver.
No fue un amor de cuento.
No terminaron casándose bajo fuegos artificiales. Pero sí hubo fuego. Y también arte: como todos los amores raros, hicieron de su contradicción una forma de belleza.
Cuando se separaron – porque sí, también los romances imposibles tienen su final – , la certeza aprendió a preguntarse cosas. Y la duda, por primera vez, creyó en algo: en la posibilidad de un amor que no necesita tener razón, sino simplemente sentir.
Entonces la certeza…
A veces, cuando el viento sopla con esa nostalgia que huele a casi, la certeza mira por la ventana y se pregunta qué habrá sido de él. No porque lo extrañe – o quizás sí -, sino porque hay dudas que nunca terminan de irse, aunque uno las haya despedido con un beso en la frente.
Entonces la duda…
La duda, en cambio, camina por la vida con más compostura desde que ella pasó por su caos. Aprendió a sostener un poco más la mirada, a no cuestionar cada caricia, a quedarse un rato más en los lugares donde antes solo pasaba. No se volvió certeza, claro que no. Pero entendió que a veces dudar no es huir, sino preguntar con ternura.
Y quizás eso fue lo que dejó ese amor:
Un equilibrio raro, una tregua silenciosa entre el blanco y el negro. Ni ella volvió a ser tan rígida, ni él tan volátil. Ambos, de alguna manera, se llevaron algo del otro. Una herida amable. Una enseñanza sin diploma. Un romance que no pidió eternidad, solo verdad.
Porque al final, entre certezas y dudas, lo único que importa es ese instante en que dos almas se reconocen, no por lo que son, sino por lo que se permiten ser.