“Siguen matando a la esperanza”
Podrás pensar ¿por qué este escribidor no eligió otro tema más ligero?, y te diré que hoy no pude. Soy solo un contador de historias y a veces, como hoy, la realidad me supera. Me duele y lastima, porque estas historias tambíen hay que contarlas.
Ayer, en Argentina, Patricia Ledesma, de 49 años, dejó caer el arma sobre su pecho
El disparo fue el eco de otra muerte que ya llevaba tiempo clavada en su alma. Su único hijo, Ariel, de 27 años, un pibe de barrio,bueno, trabajador, con una buena novia, fue, arrollado (el año pasado) por un hombre que no sabía lo que hacía, ebrio de alcohol. El verdugo fue castigado con seis años de encierro, que se esfuman en dos, como si el dolor tuviera fecha de caducidad. La justicia, ciega de privilegios, premió al verdugo y castigó a la que amó demasiado.Y Patricia dijo basta.
Los pequeños de seis, siete años, desaparecen
Y nadie los encuentra. Se evaporan, se pierden como el pan, el gas y el sueño en ese barrio que no figura en los mapas. La esperanza, sí, todavía resiste, en la última esquina donde aún no llega la patrulla ni el hombre del polvo blanco.
Esas criaturas tienen algo en común: la pobreza.
La guerra no está en los libros de historia
Vive en los ojos de una madre que despide al niño como si nunca fuera a volver, porque tal vez no vuelva. Es la risa ahogada del pequeño que juega a policías y ladrones, sin saber que los verdaderos también matan.
En esa “franja” castigada del mundo, donde las bombas caen a granel y los hambrientos se mueren de hambre dentro de los refugios; y los rehenes cautivos, encerrados por enemigos y por aquellos que deberían liberarlos.
Todos sufren. Todos lloran.
La corrupción no usa antifaz
Sonríe, viste traje, y habla de paz mientras firma contratos que venden vidas al mejor postor. Los representantes de los trabajadores vuelan en cielos privados, lejos del suelo que pisan los de a pie. Reparten promesas como si fueran panes multiplicados, pero cobran cien veces el precio por cada una.
El terror no siempre lleva barba o pasaporte extraño
A veces lleva uniforme. A veces toga. A veces corbata. A veces estalla en el estómago vacío de los que esperan justicia. Y hay otro, el terror democrático, que se disfraza de elección y nos explota de a poco, como si la libertad tuviera fecha de vencimiento.
A pesar de todo, en algún rincón del alma colectiva, alguien sigue sembrando flores
La esperanza, dicen, es un bichito terco. Insiste, persiste, se enreda en los huesos y florece donde nadie la llama. La esperanza no negocia, no se vende, no se apaga. Se filtra en las grietas de los muros, en los pasillos oscuros, en los bolsillos vacíos y en los ojos que aún saben llorar.
Cuando el verdugo se duerme en su cama de privilegios, ella sigue despierta
Armada de abrazos, de sueños a medio coser, de risas que desafían la muerte. Porque la esperanza no es ingenua: conoce el dolor, lo acaricia, lo transforma. Y mientras el poder celebra su efímera victoria, la esperanza ya se está organizando, desparramándose en los barrios, en los trenes cansados, en las cocinas donde la olla suena más que el televisor.
Dicen que mataron a la esperanza, pero se equivocan
Porque está la abuela que guarda cuentos en lugar de balas.
El maestro que enseña donde no hay libros.
La enfermera que acaricia donde no hay cura.
La mujer que marcha con el corazón despierto, aunque los pies estén cansados.
La esperanza no es ciega
Ve todo esto. Y, aun así, insiste. No porque ignore la oscuridad, sino porque conoce la obstinación de la luz. No saben que ella es raíz y semilla. Que renace en la voz que dice “no” cuando el miedo ordena “sí”. Que su grito es un susurro indomable, capaz de cruzar alambradas y borrar fronteras.
Que así sea.
Amén.