A veces me preguntan, ¿no te gustaría volver a vivir en tu país?

Entonces, pienso y respondo:

“El país que yo conocí ya no existe más. Se desvaneció, se despidió en silencio. Conservo los recuerdos. Los amores. Los olores. La comida. Pero mi familia, la que me dio la vida, mis tíos, tías, madrina y padrino, ya no están. De los muchos amigos que tenía, quedan solo dos o tres. Los demás partieron, se despidieron sin decir adiós.

Fui pobre con dignidad. Los planes sociales no existían en aquella época, y hubiera sido un escándalo recibirlos. Mi abuela, aunque no tenía nada material, era rica. Rica en generosidad, afecto, ternura y preocupación por el otro.

Teníamos una huerta y un gallinero, así que jamás nos faltó comida en la mesa. La casa que alquilábamos era digna, y vivíamos muchos en ella. Siempre con respeto. ¿Malas palabras? Ninguna. Y si alguna vez se escapaba una, te mandaban a «lavarte la boca con jabón».

El médico del barrio, sabiendo nuestra situación y la de tantos otros, nos atendía gratis, todas las veces que fuese necesario, con afecto. Mi abuela le regalaba huevos, o un pollo fresco, buñuelos caseros, o lo que tuviese. Pero el doctor nunca se iba con las manos vacías.

El colegio, la secundaria, y luego la universidad, eran lugares para estudiar y eran gratuitos. No corría la política universitaria asfixiante, que en nombre de la libertad te convertía en un militante sin límites, que no respetaba los derechos de los demás ni los límites de la educación.

Los médicos más prestigiosos ansiaban trabajar en el hospital público. Era un lugar de excelencia. El personal médico y los auxiliares entregaban su tiempo de manera desinteresada. Los pacientes se sentían tratados como personas dignas.

La policía no te robaba ni te amenazaba. Podías acercarte por ayuda, y te atendían con cortesía. Todo era sencillo en la comisaría, eran amigos, no delincuentes. Incluso los ladrones tenían códigos. Delinquían, pero con límites. No había tantos asesinatos a diario (siempre existieron), violaciones, y tanta maldad.

Los políticos siempre robaron, pero en aquellos días robaban menos. Algo o mucho iba para la gente. Así era la Argentina que yo conocí. Ese país ya no existe más. Es otro, y aunque conservo mi nacionalidad, ya no es el mío.

Por eso vivo en este nuevo país.

El país donde está mi hija, mi mujer, cuatro amigos, y donde siento que, viviendo aquí, vuelvo a recordar gratamente el país que fuimos.”