“Papá, ¿de qué trabajas? Soy estratega político, hijo.”

Desde siempre, los que mandan han tenido sus estrategas.

No llevan corona ni faja presidencial, pero su sombra alargada gobierna sin rostro. Son los que soplan en la oreja del poder, los que dictan sin que se note, los que escriben la historia sin firmarla. El rey cree que decide, el presidente se cree libre, el pueblo cree que elige. Pero en los pasillos donde se negocia el destino, los hilos ya están tejidos.

Los siglos pasaron y los estrategas cambiaron de nombre.

Maquiavelo, que nunca fue príncipe, les enseñó que el miedo es más fiable que el amor. Fouché, que sirvió a todos los bandos y traicionó a todos por igual, descubrió que la información mata más rápido que las espadas. Bernays, sobrino de Freud, entendió que las masas piensan con el estómago y sueñan en imágenes, y con eso vendió guerras como si fueran jabones. Atwater hizo del miedo un voto y de la mentira una verdad. Y hoy, en tiempos de algoritmos, los estrategas no necesitan tinta ni fusiles. Con un clic pueden prender fuego un país. Con un tuit pueden fabricar un enemigo. Con un video manipulado pueden dar vuelta la historia.

Si creías que los políticos gobiernan, qué inocencia la tuya.

La política real se juega en salas con luces bajas y pantallas brillantes. Cafés de 10 dólares, mesas donde las encuestas se leen como si fueran oráculos, oficinas donde el destino de un país se diseña en un PowerPoint. Aquella frase que te indignó ayer, aquel trending topic que parecía espontáneo, aquella noticia que hizo explotar las redes, todo, absolutamente todo, fue diseñado para ti. Para que creas, para que odies, para que votes.

El estratega no cree en la democracia, cree en el relato.

Un buen guion puede convertir a un incapaz en el líder del pueblo. Puede disfrazar de persecución la corrupción. Puede hacer de la ignorancia una virtud. Y si la realidad se vuelve un problema, no hay de qué preocuparse: con un buen escándalo fabricado, con un enemigo oportuno, con un miedo bien dosificado, la verdad se vuelve un estorbo prescindible.

Porque la verdad, para el estratega, es solo un concepto antiguo.

Lo importante no es lo que es, sino lo que parece. Y para eso está la fábrica de ilusiones: videos recortados, encuestas amañadas, influencers repitiendo la versión oficial. “Si lo dice todo el mundo, será cierto.” La indignación es su moneda de cambio, el miedo su combustible, la esperanza su mercancía más preciada.

Y así, mientras la plebe sigue votando.

Sigue marchando, sigue discutiendo con furia en foros y redes, los verdaderos dueños del poder ni siquiera aparecen en la boleta. No necesitan cargo, pero tienen todo el poder. Visten trajes caros, beben vinos importados, viven en barrios cerrados con muros altos. Diseñan futuros que no vivirás, pactan acuerdos que no firmaste, deciden por ti antes de que sepas que había una decisión por tomar.

“Y cuando las luces de la campaña se apagan y el pueblo vuelve a su rutina de sobrevivir, ellos sonríen en la sombra, chequeando en su celular cuántos clics tuvo la última indignación viral.”