Gula
En un rincón del mundo, un hombre murió de hambre. En otro rincón, otro murió de tanto comer. Ninguno fue noticia. La gula no vive en el estómago. Vive en la distancia. La distancia entre el plato lleno y el plato vacío. Entre el que se atiborra y el que se aguanta. Entre el que pide la cuenta y el que nunca tuvo menú.
El poder nunca tiene suficiente.
Se tragan países, petróleo, selvas, votos. Muerden sin masticar, engullen sin culpa. Dicen que lo hacen por el bien común. Y eructan promesas entre brindis y decretos. En sus banquetes no hay pan para todos. Pero sobran discursos.
Mientras tanto, en las orillas del mundo, la gula también mata, pero de otra forma.
No con bisturíes ni tratados, sino con cucharas sin fondo. Hay cuerpos que comen para llenar vacíos que no están en el estómago. El alma también engorda. Y también se rompe. Nadie habla del que come y no puede parar. Del que come para olvidar, para anestesiar, para no sentir. Del que muere con el corazón reventado y la mirada vacía. No por gula, sino por tristeza mal digerida.
Nos enseñaron que la gula es un pecado.
Pero no dijeron que hay muchas formas de tener hambre. Hambre de comida. Hambre de poder. Hambre de amor. Hambre de olvido. Y al final, el mundo no se divide entre los que pecan y los que se salvan. Sino entre los que tienen hambre y los que se lo comen todo. Lo contrario de la gula no es el ayuno. Es la sobriedad.
La sobriedad no es no comer.
Es saber cuándo parar. Es el arte de decir «basta» cuando aún se puede seguir. Es equilibrio en un mundo que se cae para un solo lado. Es respeto por el propio cuerpo y por el hambre del otro. Si la gula es exceso, la sobriedad es medida. Si la gula es olvido del otro en el goce propio, la sobriedad es memoria compartida. Es saber que no se come solo. Ni en la mesa, ni en la vida.
En un mundo donde muchos tienen poco porque pocos tienen demasiado, la sobriedad no es una virtud privada. Es un acto de justicia.
Es una revolución que no hace ruido, pero que deja lugar para todos en la mesa.