Capítulo 2: “El amor prohibido de la señora Mónica”*

Infancia con moños y disciplina

Mónica nació en una casa donde las cortinas se planchaban y las palabras se medían. Su padre, el coronel Gómez, era un hombre de voz firme y mirada de reglamento. Su madre, una licenciada en Letras que nunca corrigió un examen, sino que corregía las costuras de las cortinas, había decidido —o le habían decidido— dedicarse al hogar.

En esa casa los silencios eran tan importantes como las oraciones. El desayuno se servía a las siete, el noticiero se escuchaba a las ocho y los domingos se comía pastafrola, sin excepciones.

Mónica creció entre muñecas de porcelana y olor a cera para pisos. Fue una niña aplicada, correcta, de esas que devuelven los útiles prestados y piden permiso hasta para reírse fuerte. Sus recuerdos más nítidos son los del colegio de monjas, donde aprendió a bordar su nombre en servilletas y a persignarse con elegancia.

Las monjas decían que Mónica tenía vocación de ángel: obediente, discreta y con buena caligrafía. Ella lo creyó, por supuesto. A esa edad uno cree casi todo lo que se dice con voz de autoridad y mirada de hábito.

La señorita Gómez

Terminó el secundario con medalla de honor y una carpeta prolija que parecía un museo del esfuerzo. Eligió estudiar Historia, sin dramatismos ni rebeldías: le gustaban los relatos, las fechas, la idea de que todo tuviera un orden.

En la facultad fue igual de puntual que en el colegio, aunque el mundo empezaba a abrirse. Había huelgas, asambleas, compañeros que discutían sobre Marx y Cortázar. Mónica escuchaba, pero no se metía. Mientras otros soñaban con cambiar el mundo, ella soñaba con entenderlo.

Se recibió de profesora con un orgullo calmo. Dio clases un par de años, en un colegio privado, hasta que los chicos empezaron a tutearla y a hablarle de temas que la incomodaban: divorcios, sexo, política. “Los tiempos cambiaron”, decía la directora, como si fuera una advertencia. Mónica lo entendió rápido y, sin dramatizar, dejó de enseñar. “Por ahora”, dijo, aunque el “por ahora” se estiró hasta volverse un siempre silencioso.

Noviazgos con borde

Tuvo pocos novios. Uno que se fue a estudiar a otra provincia y otro que hablaba de sí mismo en tercera persona, como si fuera una marca registrada. Ninguno la enamoró del todo. Ella no buscaba fuegos artificiales, sino algo más parecido a una lámpara estable: tibieza, constancia, un poco de compañía.

Sus amigas del barrio iban a fiestas, salían, probaban. Mónica prefería quedarse leyendo o mirando películas antiguas con su madre. Le gustaba la previsibilidad, el terreno firme, la idea de que nada se moviera de su sitio sin previo aviso.

Ricardo

Conoció a Ricardo en una cena familiar. Él era amigo de un primo y tenía ese aire de hombre confiable que no promete demasiado, pero cumple. Era ingeniero, de pocas palabras y modales clásicos. No fumaba, no tomaba, no bailaba mucho. Mónica pensó que eso era exactamente lo que necesitaba: alguien que no complicara las cosas.

Salieron cuatro años. Cuatro años de cafés templados, paseos tranquilos y vacaciones en Mar del Plata con los mismos helados de siempre. Cuando él le propuso casamiento, Mónica no dudó. No porque estuviera locamente enamorada, sino porque la idea de un futuro ordenado le resultaba irresistible.

La boda fue en una iglesia del centro, con fotos en blanco y negro y arroz en el suelo. Ella tenía un vestido sencillo, él un traje gris. “Son tal para cual”, dijo su madre. Y todos asintieron, porque sí, parecían hechos a medida: sin sobresaltos, sin grietas, sin ruido.

La casa, los hijos, el deber

Tuvieron tres hijos en seis años. Mónica se volvió experta en horarios, meriendas y actos escolares. Su vida se llenó de tareas pequeñas pero infinitas: lavar, planchar, preparar, esperar. Ricardo trabajaba mucho, hablaba poco y volvía siempre a la misma hora. Ella aprendió a llenar los huecos con actividades domésticas y una serenidad que se confundía con resignación.

A veces, mientras cocinaba, recordaba sus clases de historia y pensaba que su vida se parecía demasiado a una cronología sin batallas. Pero enseguida se distraía: el teléfono, los chicos, la comida. “Soy feliz”, se repetía, como un conjuro. Y lo era, de alguna manera. Feliz en su modo, sin estridencias. Una felicidad contenida, bien planchada, que no desbordaba, pero tampoco faltaba.

Los años parejos

Con los hijos grandes, la casa empezó a quedar más silenciosa. Ricardo seguía igual: los mismos documentales, los mismos comentarios sobre el clima y la nafta. A veces, durante la cena, Mónica lo miraba y se preguntaba si eso era el amor o la costumbre disfrazada de ternura. Pero no decía nada. Aprendió que el silencio es más fácil de mantener que la sinceridad.

Salía poco, se veía con algunas amigas, leía novelas que terminaban bien. Cuando le preguntaban si era feliz, sonreía y decía: “Sí, claro”. Y de verdad lo creía. Porque ¿qué otra cosa podía ser la felicidad si no eso? Un techo compartido, una familia sana, un perro que obedece.

Lo que se espera de uno

A veces pensaba en cómo habría sido su vida si hubiera seguido enseñando, o si aquel novio del interior no se hubiera ido. Pero esos pensamientos duraban poco.

Había aprendido, desde chica, que la nostalgia es una falta de educación. “Hay que hacer lo que se debe”, repetía su padre. Y ella lo hizo. Toda su vida. Sin grandes errores, sin grandes pasiones. Como si el deber fuera una forma decente de ser feliz.

Epílogo provisorio

Cuando Mónica conoció a Damián —ese hombre de mirada de domingo—, su historia no empezó en el supermercado. Empezó mucho antes: en esa infancia de disciplina, en ese matrimonio sin grietas aparentes, en esa costumbre de no pedir más de lo que correspondía.

El temblor que vino después solo fue posible porque todo antes había sido tan quieto.

A veces, las mujeres como Mónica no buscan aventuras. Buscan señales de vida. Y cuando alguien las mira distinto, no las despierta: simplemente les recuerda que llevan años dormidas.

 

*El capitulo inicial lo puedes ver aquí: https://www.kambiopositivo.com/2025/10/24/el-amor-prohibido-de-la-senora-monica/